Something wicked...
Un cuento gótico (I)
Holywell, Flintshire, noviembre de 1811
El maestro Eckhart alzó repentinamente la voz mientras levantaba el dedo índice hacia el techo.
—¡No obstante! —exclamó—. Si bien el término árabe sihr, más general y polisémico, designa un gran número de fenómenos y prácticas mágicas y no implica necesariamente un juicio de valor, el latín magica, más raramente magia, es utilizado en un sentido bastante más restrictivo y negativo en el Occidente cristiano. A instancias de San Agustín y San Isidoro de Sevilla, los clérigos de la Iglesia medieval rechazaron las artes mágicas como supersticiones, es decir, como prácticas relacionadas con el paganismo y contrarias a la fe cristiana. Si nos detenemos en el testimonio aportado por San Isidoro, observamos que, de forma harto enfática…
La tinta se derramó violentamente sobre la superficie del papel. Conteniendo un suspiro de irritación, Baco arrancó la página del cuaderno (donde apenas había apuntado unas cuantas palabras) y siguió escribiendo en la hoja siguiente. Sabía que no podía malgastar el papel de aquella manera, pues un solo legajo costaba quince chelines en la tienda del pueblo, y su asignación apenas llegaba a las cinco o seis libras mensuales, dependiendo de las fluctuaciones económicas (normalmente precarias) a las que se veía sujeta su Alma Mater Sapientissima, la Academia Albigra. El gesto, de hecho, sorprendió bastante a todos sus compañeros de tribuna, que habían visto a Baco reutilizar hasta el fragmento de papel más cochambroso e inservible con tal de no gastar una página nueva. Aquella tarde, empero, Baco no se veía con ánimos de sostener su afamada austeridad. De hecho, sintió un placer sobrehumano al arrancar la hoja de papel, arrugarla salvajemente entre los dedos y tirarla al suelo con un golpe seco. Se sintió áspero, estertóreo y rencoroso, como las espinas de un rosal moribundo retorciéndose alrededor de un pilar en ruinas.
Unas filas por delante de la tribuna, Sergio se revolvió incómodamente en su asiento. Baco entrecerró los ojos en su dirección, suspirando ruidosamente, pero Sergio no hizo amago de dejar de escribir, ni tampoco de girar la cabeza. Tras apartar la vista de su nuca (no sin cierto esfuerzo), Baco se dispuso a copiar los complejos símbolos rúnicos que había escritos en la pizarra, apretando con tanta fuerza la pluma sobre el papel que, por un momento, tuvo miedo de perforarlo.
Ajeno a todos estos movimientos, el maestro Eckhart seguía impartiendo la lección desde la cabecera del aula:
—…dicha tradición está particularmente documentada en las prescripciones mágicas anglosajonas de los siglos VIII, IX y X, escritas en latín, inglés antiguo o una mezcla de ambas. Habitualmente, funcionan ex operere operato, en virtud del poder de la palabra, y testimonian, a veces, una verdadera inspiración poética que potencia, como ya habréis deducido, el poder de la metáfora como ejercicio de magia simpática. Un colega de Cambridge ha tenido la amabilidad de enviarme una transcripción inédita de uno de estos conjuros, el Hechizo contra un hombre, que ha sido transmitido por el Lacnunga, el manual anglosajón de magia medicinal que ya comentamos en la última clase. Dice así:
Clinge þu alswa col on heorþe, scring þu alswa scerne awage, and weorne alswa weter on anbre. Swa litel þu gewurþe alswa linsetcorn, and miccli lesse alswa anes handwurmes hupeban, and alswa litel þu gewurþe þet þu nawiht gewurþe.
Baco levantó la mirada mientras el maestro Eckhart pronunciaba la lengua abrupta y selvática de los antiguos ingleses. El primitivismo de sus sonidos encerraba una fuerza especial, telúrica y ambivalente, contra la que los maestros los solían advertir con severidad. Sólo los practicantes más poderosos y entrenados eran capaces de orientarse entre los susurros sibilinos de la magia antigua, que se regía por principios misteriosos, volátiles y enraizados en la brillantez y la podredumbre de lo vital. Por eso, el estudio del inglés antiguo quedaba relegado en la Academia Albigra a la mera curiosidad literaria, o, si acaso, a las recitaciones ostentosas en el marco de clases teóricas como la del maestro Eckhart.
El Hechizo contra un hombre… Baco apuntó disimuladamente la referencia en su hoja de papel e intentó escribir los pocos versos sueltos que logró captar durante el recitado. Por el rabillo del ojo, comprobó que sus compañeros hacían lo mismo. También el maestro Eckhart, a juzgar por su sonrisilla pedantesca, había detectado que el conjuro había conseguido captar el interés de sus discretos y displicentes alumnos. Sin embargo, se negó a ofrecer instrucciones más precisas sobre cómo ejecutarlo cuando Teómaco, que se sentaba en las últimas filas de la tribuna, preguntó tímidamente si el texto había sobrevivido con signos prácticos.
Tras la negativa del maestro, el silencio volvió a imponerse entre el auditorio. Mientras sus compañeros seguían copiando pacientemente el discurso aflautado del maestro, Baco levantó la mirada hacia los altos ventanales góticos y contempló sus musgosas arquerías de piedra. Se trataba de una tarde particularmente lúgubre y oscura de principios de noviembre. El aula estaba iluminada por varias velas parpadeantes que emitían una luz inconstante e insuficiente, un resplandor agotador, embotado, que daba a Baco un profundo dolor de cabeza. Él mismo sentía un vago malestar por todo el cuerpo, una dulentia remedia ocultant, como lo denominaba el maestro Celso: un dolor sin causa y, por tanto, sin remedio. Sentía también los párpados pesados, como si estuviera viendo a través de una fina neblina. Pero no estaba cansado, o no exactamente. Era algo más. O algo menos.
Iba a hacerlo esa noche. Sabía que era el momento propicio. La Luna estaba en Escorpio, Venus brillaba incandescentemente en lo alto del cielo y ya se estaba levantando un viento del Norte que traía consigo aromas de hojas secas, puñales ensangrentados y mordiscos en carne cruda. Toda la Naturaleza lo empujaba hacia él… y Baco no era nadie para oponérsele.
Sergio volvió a revolverse en su asiento. ¿Es que no sabía hacer otra cosa? Aquella mañana habían discutido en el dormitorio común por un motivo sin importancia, por la traducción de un texto griego escrito por un irrelevante polemista del siglo IV. Había sido una tontería, realmente. Baco sólo le había señalado que había confundido un gerundivo con un pasivo aoristo, pero él se había puesto hecho una furia, le había quitado de un manotazo la traducción y había salido del dormitorio haciendo un extraño gesto con los hombros, como si quisiera quitarse algo de encima. ¿La carga del propio Baco, tal vez? Desde que había empezado el curso, la amistad entre ambos había alcanzado un nuevo grado de transverberación a duras penas soportable, y Baco sabía que, mayoritariamente, había sido culpa suya.
Ah, pero ya no podía fingir más tiempo. No estaba mirando la luz del atardecer que entraba por los ventanales, y tampoco el círculo mágico que había dibujado en la pizarra (un complejo sello de invocación extraído del Ars Goetia que el maestro Llull había explicado en su última conferencia sobre demonología). Lo estaba mirando a él. Estaba mirando sus hombros, su nuca, el nacimiento de su pelo y la suave depresión de su primera vértebra, que se asomaba bajo el cuello desarreglado de su túnica y que él tantas veces había ansiado acariciar. Allí está el olor con el que nacemos, solía decir el maestro Celso cuando diseccionaban cadáveres en el anfiteatro de anatomía. Baco, bisturí: una pequeña punción, perversa y disimulada, una gota de sangre que se deslizaba zalameramente por los blancos músculos de su espalda…
La tinta volvió a derramársele sobre el papel. Sin embargo, esta vez, Baco dejó que la mancha negra se extendiera lentamente por la página y se mezclase con los trazos apretados y obsesivos de su caligrafía. Luego, tras un segundo de duda, mojó la yema de su dedo índice en la mancha de tinta y se lo llevó a los labios, sintiendo en su lengua el sabor rabioso del hierro mezclado con la sangre de su imaginación. Sería una protección adicional, pensó con sorna, sin dejar de mirar a Sergio.
El maestro Eckhart continuaba hablando alegremente desde el atril:
—La adaptación de algunos elementos de la cultura pagana fue una práctica común (aunque no universal) durante la evangelización de los pueblos europeos en la Baja Latinidad. El Decretum de Gregorio el Grande, por ejemplo, sostiene que los misioneros enviados a Britania no deben destruir los templos paganos, sino consagrarlos como iglesias; no deben prohibir la observancia de los antiguos festivales, sino dotarlos de un significado cristiano. De la misma manera, los evangelizadores incorporaron elementos mágicos en esta nueva síntesis cultural que variaba enormemente según la época y el territorio. Sin ir más lejos…
Pero entonces sonó la campana de la escolanía, grave y solemnísima, anunciando el inicio de la hora de expansión. El maestro Eckhart se interrumpió automáticamente y lanzó a sus estudiantes una mirada cómplice.
—Parece que me habéis vuelto a distraer con vuestras preguntas… —dijo con una vaga sonrisa—. Lo dejamos por hoy. Levate capita vestra.
Al instante, todos los alumnos se levantaron respetuosamente. El maestro Eckhart recogió sus papeles del atril, los observó unos segundos en silencio y, con la misma sonrisa irónica, dijo finalmente:
—In Christum Dominum nostrum.
—Amen —respondieron todos a coro, tras lo cual volvieron a sentarse con estrépito.
El aula se llenó enseguida de risueñas conversaciones y amorosas bromas entre amigos. Baco, en cambio, recogió sus cosas rápidamente, bajó de la tribuna por la escalera interior y se perdió en los plúmbeos y tenebrosos corredores de la Academia. No quería hablar con nadie, y mucho menos con Sergio. Además, todavía tenía que prepararse para la invocación.
Primero fue a los baños de la planta baja a limpiarse la tinta de las manos y de los labios, pero, sobre todo, fue a mirarse al espejo. Últimamente lo hacía mucho, varias veces al día. La verdad es que le gustaba verse tan desmejorado, con la piel pálida, la expresión ojerosa y los pómulos marmóreos y endurecidos. Había una belleza decadente en todo aquello. Mira cómo me estás haciendo sufrir, decía su rostro macilento y desesperado. Ahora, con los dientes teñidos de negro por la tinta, Baco parecía uno de esos espíritus japoneses de la venganza que poblaban los libros de xilografías orientales que tenía el maestro Djinn en su despacho. ¿Cómo se llamaban? ¿Yokoi? ¿Yokai? Había una fórmula específica para invocarlos… Pero Baco revolvió la cabeza, sonriéndose con exuberancia ante el espejo. No le hacía falta ningún espíritu, ni tampoco, desde luego, deseos de venganza. Aquella era la primera regla del practicante: confía siempre en tu propio deseo. Y en eso, por suerte, Baco iba sobrado.
Tras asearse, Baco volvió al dormitorio común (que estaba desierto a esa hora de la tarde) y se vistió con su capa negra de ordinario. Luego fue al huerto de la maestra Nepenthe y tomó un poco de aquí y de allí: hojas de laurel, leche de amapola, ruibarbo, hierbaluisa. Nada demasiado ambicioso, sólo las precauciones elementales. Tras un instante de vacilación, arrancó también un tallo de lirio del valle, cuyas flores blancas siempre le habían recordado a las manos de Sergio, esas manos inmóviles como pequeñas campanitas mudas. Por lo demás, se trataba de una planta extremadamente tóxica, pero, cuando se la colocó en el bolsillo de la camisa, justo encima del corazón, Baco sintió algo parecido al consuelo.
Tras salir del huerto, dudó momentáneamente sobre si debía visitar la capilla, pero enseguida rechazó la idea. La Academia violaba sistemáticamente casi todos los preceptos del derecho canónico (católico y anglicano), pero, aun así, los maestros continuaban encomendándose a la protección de Cristo, el Dios Increado, el único que había logrado vencer a la Muerte. No obstante, Su grado de tolerancia, aunque divino, también tenía sus límites, y Baco sabía que aquella noche los iba a traspasar sin contemplación, por lo que creyó conveniente dejar a Dios al margen. In Christum Dominum nostrum, murmuró sin convicción al pasar por la entrada de la capilla de camino al refectorio. Esa era la única muestra de piedad que pudo permitirse.
Durante la cena, Baco estuvo callado y absorto en su plato. Sergio, como llevaba siendo habitual desde hacía semanas, se había sentado en la otra punta de la mesa comunal, justo debajo del escudo de armas de la Academia, que representaba el Sello de Salomón rodeado por una corona de laureles. Encima del escudo, una pequeña filacteria exhibía el lema de la institución: Alba et Nigra Academia Sapientissima. Con sorpresa, Baco se percató de que, en la a final de Nigra, había enroscada una pequeñísima lagartija negra, inmóvil y seguramente aterrorizada. El joven practicante no consiguió recordar si se trataba de un augurio auspicioso u ominoso, pero decidió no darle más vueltas al asunto. Ojalá se caiga sobre el pelo de Sergio, pensó con furia. El resto de estudiantes chillarían como campesinos, pero él iría hasta allí, le arrancaría la lagartija de sus adorables rizos ensortijados y, de paso, lo atraería hacia sí para no soltarlo nunca más. Nunca, nunca, nunca más.
Baco contuvo una arcada. El estofado no le estaba sentando bien.
Por fin, tras la retirada de las viandas y la lectio ceremonial (que, aquella noche, constaba de un pasaje del Enchiridion, un Salmo penitencial y un incomprensible galimatías en árabe, cortesía del maestro Djinn), el Gran Almagesto, magister primum de la Academia Albigra, se levantó trabajosamente de su sitial de madera, les impuso la benedictio finalis y los dispensó para ir a dormir. Sólo entonces, tras comprobar que nadie lo miraba, Baco se escabulló del refectorio por una puerta lateral y pudo salir al frío aire de la noche.

Perfecto para Halloween, si Hogwarts hubiese sido como la Academia seguro que sí habría conseguido leerme Harry Potter. Enhorabuena como siempre, querido ❤️
Abel, quiero más. No puedes dejarnos así. 😍