Cuando yo nací, los hombres se jactaban de hablar con los dioses, cabalgaban libres por montañas y praderas, saqueaban las tierras de sus enemigos y robaban los tesoros escondidos en las ciudades de piedra. Cualquier banda más o menos vehemente podía hacer algo así: era lo que más adelante se denominaría una «edad heroica».
Y, de todos los héroes, no había ninguno tan resplandeciente como Heracles: era alto, fornido, musculoso, de frente despejada y ojos vacíos y brillantes, como deslumbrados por la gloria que ellos mismos emanaban. Así fue como lo vi por primera vez, plantado ante el umbral derruido de la casa de mi padre, con los hombros cubiertos por una piel de león, el cabello suelto y alborotado, el cuerpo desnudo, todo él invencible, marcial, olímpico, con una mirada vagamente angustiada, vagamente absorta, y lejos, muy lejos de allí. Tras unos segundos de silencio, bajó la vista lentamente y me observó tendido en el suelo:
—Han muerto en mí los suspiros de lo profundo —declaró sin inmutarse. Tras nosotros se oían los gritos de las doncellas, que eran sacadas a rastras del gineceo—. Y tú los resucitarás.
Yo era, efectivamente, un efebo agraciado. Después de todo, mi madre era una ninfa de las fuentes. Una descendiente de Orión. Por mis venas corría agua y sangre a partes iguales, algo que mi padre, el rey Teodamo, siempre procuraba reprocharme. «Deberías haber sido una niña», refunfuñaba en sus días buenos. «Habrías sido la flor de toda Grecia, y yo te habría casado con el emperador de Troya». Los días malos, en cambio, me lanzaba un puñal para que lo atrapara en el aire. «Venga, atácame», murmuraba con furia, pero el arma simplemente se escurría entre mis dedos de ninfa. A veces me obligaba a participar en los entrenamientos militares con el resto de jóvenes del reino, pero el sudor de sus cuerpos me aletargaba, me adormecía, me estremecía dulcemente y sin remedio. Nunca resistía más allá del primer asalto.
—No sé luchar, mi señor —repliqué mansamente a Heracles—. No sé hacer nada.
—¿Y no es eso la belleza, joven príncipe? A ella no se la distingue por lo que «hace», sino por lo que «es».
Mi madre era de la misma opinión. O eso creo. A ella, en todo caso, la veía muy poco: solo me visitaba la mañana de mi cumpleaños y la noche del solsticio de primavera. «Gran don es nuestra belleza», me aseguraba siempre con un énfasis extraño. «Único, salvaje, inigualable don. Inventa guerras tu padre, inventa leyes y culpas y dioses para sentir y tocar y sufrir y perder… A nosotras falta no nos hace», y entonces me ponía una mano en el corazón: «La marca de las aguas. Falta no nos hace», repetía. «Pero este deseo… ¿Incompletas? ¿Orgullosas? Nunca moriremos. Peligro, peligro, cuerpos, cuerpos». Yo intentaba tocarla con las manos, pero su silueta acuosa se deslizaba entre mis dedos como el puñal de mi padre. «No le prestes atención», me conminaba el rey desde su trono. «Tu madre no es humana».
Y así pasé a formar parte del séquito de Heracles. La primera tarea que me asignó fue limpiar la hoja de su espada, que había quedado manchada con la sangre de Teodamo. Luego le pedí si podía enterrar su cuerpo, y él concedió con una respetuosa inclinación de cabeza. Sus guerreros no protestaron, e incluso me ayudaron a ultimar el rito funerario. Se los veía de buen humor tras el repartimiento del botín. «El botín», así es como llamaban a lo que debería haber sido mi herencia, mi orgullo, mi reino bendecido por los rayos de Apolo.
Yo, desde luego, tampoco protesté.
Esa misma tarde recibimos el mensaje de Jasón. El afamado guerrero estaba reuniendo a los héroes más valientes de Grecia para navegar hasta las lejanas costas de la Cólquide y recuperar el Vellocino de Oro, obsequio ancestral del padre Zeus, el que desde lejos truena. Los esbirros de Heracles respondieron al desafío con vítores, danzas y sacrificios. Mi nuevo señor, en cambio, cedió con un hondo suspiro. «Él quiere que vaya», me dijo por toda respuesta. No quise preguntar a quién se refería.
En Corinto, naturalmente, fuimos recibidos con una gran fiesta. Yo nunca había visto a tantos humanos congregados en el mismo sitio, y su euforia desatada me resultó amenazante. Heracles percibió mi nerviosismo y presionó al resto de la tripulación para agilizar los preparativos del viaje. Así pues, apenas unas horas más tarde, Jasón dio la orden de arrastrar el Argo hasta la playa y realizar el debido sacrificio a los dioses. Después, todos tomamos nuestras posiciones en la nave, el viento se levantó y las velas hinchadas nos empujaron velozmente hacia las olas del mar Egeo, un milagro cotidiano que los argonautas, alzando las manos al cielo, atribuyeron clamorosamente al favor divino. Tras repartir las tareas de navegación, y con una sonrisa vagamente socarrona, Jasón nos asignó a Heracles y a mí el mismo camarote, y allí, esa misma noche, hallé la gloria y el sentido de mi vida.
Ciertamente, el Argo se deslizaba por las aguas como una flecha disparada por Apolo, «Apolo el dorado, Apolo el ladino», como a veces lo llamaba mi madre. «Dorado»… Creo que nunca ha existido un epíteto más apropiado para un dios. Su figura se erguía sobre mí como la Aurora alzándose entre las montañas, y sus ojos parecían estrellas que la misma Afrodita había quitado del cielo nocturno para colocarlos en aquel rostro de mármol. Sus caricias (ávidas, suaves, terribles, destructoras) revelaban a cada instante un cuerpo nuevo, un cuerpo tocado, un cuerpo iluminado por su dulzura, transformado por su misericordia. Eran recovecos secretos, gemidos secretos, un estremecimiento que no se acababa y un ritmo nuevo, privado, únicamente nuestro: un eterno retorno, una pausa elocuente, un punto escondido por los dioses en el interior de los hombres, tal vez olvidado, tal vez buscado con desesperación desde el inicio de los tiempos. Allí estaban las luchas, los combates, el constante refregar de los cuerpos, la grave melancolía en los ojos de Heracles. ¿Eso buscaba mi padre? ¿Contra eso me advertía mi madre? Yo no podía pensar en nada: los dedos de Heracles me reblandecían, me humedecían, me volvían dúctil y maleable, resbaladizo, lúbrico, empapado de miedo y de deseo. Con él era efebo, era príncipe, era ninfa de las aguas dulces, era todas las cosas y a la vez no era ninguna.
Heracles, sin embargo, permanecía inalcanzable. Cuando la fogosidad llegaba a su punto álgido, mi héroe caía pesadamente entre los cojines de nuestro lecho y toda su fuerza parecía desaparecer. En esos momentos, Heracles solo quería empequeñecerse, ocultar su rostro en mi cabello, acurrucarse bajo mi brazo, dormir, callar, rendirse, morir. La «muerte chiquita»: así llamaban las brujas de Tracia a lo que hacíamos en el camarote. Luego, cuando volvía un poco en sí, Heracles me tomaba entre sus brazos y conversábamos a la tenue luz de las velas. Descubrí que, contrariamente a la opinión extendida, Heracles era un poco más joven que yo: solo unos meses nos separaban. También me contó que, en realidad, él no había matado a su profesor de lira, pero que toleró el rumor para alimentar su fama de héroe indómito. «¿En serio?», no pude evitar exclamar. Él simplemente se encogió de hombros. Lo cierto es que nunca hablaba con cariño de sus recuerdos de infancia, ni de sus padres, ni de las ciudades que había visitado o los reyes que había conocido. Cuando intentaba preguntarle un poco más sobre sus proezas, él siempre me respondía de la misma manera: «Él quería que lo hiciera». ¿A quién se refería? ¿A su padre, Zeus altisonante? ¿A algún numen misterioso? ¿O al propio Heracles, quizás, a la figura heroica y sobrehumana que él mismo se había fraguado, y que lo forzaba a realizar constantes hazañas para mantener en alza su honor y su fama?
Yo, desde luego, me sentía privilegiado. No: me sentía elegido. Apenas hablaba con el resto de argonautas. De hecho, durante las primeras semanas, salí muy poco de nuestro camarote porque el cabeceo del barco me causaba náuseas y mareos. «Alma mía», decía Heracles con tono preocupado. «Estás débil y enfebrecido. Tu pulso es muy bajo…». Pero yo lo acallaba con besos: «estoy enfermo de amor», replicaba, ya medio desfallecido. Aún tardé bastante tiempo en comprender que mi malestar no se debía a una simple dolencia física. Después de todo, y por mucho que me hubiese criado entre humanos, mi alma no pertenecía a Heracles, sino a Gea, a nuestra Gran Madre: yo era un hijo de las aguas dulces, de los manantiales, de los lagos escondidos en las cavernas más profundas de la tierra. Eso las nereidas lo sabían perfectamente, y no apreciaban en absoluto que alguien como yo irrumpiese en sus dominios. Llegué a verlas en una ocasión, tal vez una o dos semanas después de haber zarpado de Corinto. Aquella mañana, cuando me asomé a la proa del Argo, distinguí entre las aguas agitadas sus cabezas pálidas, sus cabelleras enmarañadas, esos ojos de pez muerto que me observaban con una fijeza malévola. Me causaron una aversión instantánea, y creo que el sentimiento fue mutuo.
Heracles prometió matarlas a todas. «Poseidón me escuchará», tronaba con su mejor voz de héroe. Pero yo me reía de él. Me reí mucho en aquellos primeros meses, ya fuese por la fiebre o por el amor, que más o menos son la misma cosa.
Y por la noche le cantaba los versos de Safo: «Pálida, pálida como la hierba muerta…». Heracles no entendía de símbolos y metáforas, y su rostro, normalmente impertérrito, adquiría un adorable matiz de desconcierto mientras me escuchaba. Para él, los significados ocultos y las dobleces del lenguaje solamente enmascaraban cobardía y, si acaso, desasosiego. No en vano nunca aprendió a tocar la lira. No obstante, mis cantos y mis himnos siempre lograban arrancarle una sonrisa, una sonrisa cálida y sincera, un triunfo de nuestro amor. He de confesar, además, que ninguno de los dos fuimos conscientes del hechizante anacronismo, porque Safo de Lesbos no nacería hasta cuatrocientos o quinientos años más tarde, cuando nuestros nombres ya se hubieran convertido en leyenda. Pero a mí nada de eso me importaba: «Unos dicen que un ejército de jinetes, otros que una tropa de soldados…». Al final, ¿qué es el tiempo para un joven enamorado? Su curso empieza y termina únicamente en él. En Heracles.
***
Y de repente todo se esfumó. Una noche, Heracles me anunció que dormiría fuera de nuestro camarote, y aquello se repitió otra noche, y luego otra más. Jasón, que por algún motivo parecía disfrutar de todo aquel melodrama, me iba informando puntualmente de sus numerosos escarceos: Ascato, Eufemo, Cefeo, Idmón, Tálao, Augías. Era como una cantinela, una plegaria sutil y rencorosa que yo susurraba por las noches, contra la almohada, sin saber si se trataba de una invocación o de una maldición.
Mi primer impulso, en todo caso, no fue el despecho, sino la culpa. ¿Qué podía ofrecerle yo, al fin y al cabo? Solo mi amor, un sentimiento que cada vez se me antojaba más intranscendente y molesto, como el ruido de dos ollas vacías chocando entre ellas. Yo no era fuerte, ni aguerrido, ni ágil en el combate o en la caza. Jasón, de hecho, me asignaba las tareas más humillantemente sencillas a bordo del Argo: maceraba las reservas de pescado, pelaba patatas (otro anacronismo), fregaba el suelo de la cubierta y poca cosa más. Ni siquiera me permitía remar con los demás cuando dejaba de soplar el viento, porque mis músculos eran tan débiles que apenas habría logrado sostener el pesado remo de madera. El resto de argonautas, en cambio, era como Heracles, y yo comprendía que prefiriese su compañía.
Empecé a mirarme cada mañana en su espejo de bronce. Empecé a mirarme con sus ojos: el cuerpo frágil y sin vigor, la piel pálida, los labios casi transparentes, el cabello de un negro azulado. Lucía, en definitiva, un aspecto mustio, ojeroso, como pasado por agua (aigualit: así me habrían llamado los catalanes). Heracles rezumaba vida, y yo parecía un cadáver andante. Un cadáver aburrido, por si fuera poco. Porque, bien mirado, nadie más me hacía caso. Yo no tenía grandes historias que contar, ni conquistas que celebrar, ni siquiera algún relato pícaro que tuviera como protagonistas a ninfas fogosas o a efebos complacientes. Yo solo tenía los recuerdos de la casa de mi padre, una existencia vacía y relegada a los rincones oscuros de las habitaciones, allí donde nadie podía verme.
¿Cómo no me había dado cuenta hasta entonces? ¿Cómo podía haber dado por hecho que Heracles seguiría enamorado de mí? Él era el héroe de mil ciudades, el hijo de Zeus, el primero de todos los griegos. Yo debería haberme mostrado agradecido simplemente por caminar bajo su sombra o por recibir una mirada de aquellos ojos refulgentes. ¿Cómo podía atreverme a pedirle algo más? ¿A creer que merecía algo más? Todo era mi culpa, al fin y al cabo: yo era desagradecido, egoísta, irracional, débil, posesivo, pretencioso, lujurioso… Era, a todas luces, una auténtica ninfa.
En esas flagelaciones, claro está, había también cierta súplica callada, un último recurso que me rebajaba pero que en cierto modo también me enaltecía: «¡Mírame, Heracles!», clamaba mi corazón desesperado. «¡Mira cómo sufro por ti! ¡Mira cómo me consumo por ti! ¿Alguien puede amarte como yo lo hago, Heracles, mi amor...?». Las palabras ardían en mi garganta, pero él no parecía darse cuenta, así que, al final, me vi obligado a plantearle el asunto directamente.
—Es que… —murmuró en el silencio opresivo de nuestro camarote—. Es que han muerto en mí los suspiros de lo profundo.
Solo entonces surgió la rabia, porque aquellas habían sido exactamente las primeras palabras que él me había dirigido. Y, tal vez, a ese paso, serían también las últimas. ¿De modo que era eso? ¿Heracles se sentía muerto por dentro y llenaba ese vacío con abrazos y besos anónimos? ¿Tan poco había significado para él?
—No es eso. Tú eres… —Heracles vaciló—. Tú eres especial. Pero yo tengo miedo. Y muchos problemas. Y tu posesividad… Simplemente no puedo asumirla. No puedes exigirme…
—Es cierto, mi señor, yo no puedo exigirte nada —lo interrumpí con tono cortante—. Da igual lo que pase en este camarote: yo sigo siendo tu esclavo. Pluguiera a Zeus que nunca sea nada más.
Heracles me observó con ojos heridos, pero no lo negó. No podía hacerlo: él, efectivamente, había matado a mi padre, había saqueado todos nuestros bienes y me había tomado como su esclavo. Así era el orden impuesto por los dioses, y yo lo había acatado y había dado gracias: había creído que él me había salvado.
—Y te salvé —murmuró Heracles—. Tampoco eso puedes negarlo.
—¡Y tú lo has arruinado! —repliqué con furia—. ¡Me dijiste que la belleza se justifica a sí misma! ¡Que no necesitábamos nada más! ¿Por qué buscas fuera…? ¿Qué buscas fuera?
Pero Heracles solo se encogía de hombros con sus aires de mártir, y al final abandonó el camarote en silencio, con la cabeza gacha y los ojos tristes.
—Suena a derrota —opinó Jasón aquella tarde—. Pero creo que ya se ha recuperado. Acabo de verlo con Tálao en los almacenes de pescado… Ya sabes a qué me refiero —añadió con aire piadoso.
Y es que la cantinela continuaba, indiferente a todas mis aflicciones. Ahora que Jasón me veía más interesado en ese tipo de cosas, no tenía ningún reparo en compartir conmigo las intimidades de todos los argonautas: Tifis y Orfeo, Meleagro y Linceo, Meleagro y Heracles, Idas y Heracles, Tifis y Orfeo de nuevo, e incluso una curiosa «conflagración» entre Eufemo, Cástor y Nireo que provocó un sinfín de comentarios maliciosos durante varios días.
¿Y yo? Yo me armé de valor, detecté miradas, compuse gestos acordados y lancé disimuladas muecas de complicidad entre los bancos de los remeros. Entonces esperé a la hora de la siesta de un día sin viento y me situé bajo las sombras de las velas mayores, donde Acasto se entretenía tallando la figura de un melocotón. Al ver que me acercaba, alzó la vista y me observó desapasionadamente.
—Han muerto en mí los suspiros de lo profundo —me dijo cuando hube llegado ante él.
—Y yo los resucitaré.
A los pocos días de aquello, mi nombre entró oficialmente en la cantinela de Jasón, y ello me causó placer. ¡Y cuánto placer! El punto escondido de mi cuerpo se abrió con voracidad a todo tipo de dulzuras, y mis labios se volvieron aún más transparentes, y la vista se me nubló, y yo lo olvidé todo, a Heracles, a mi padre, a las ninfas de aguas dulces, incluso logré silenciar los efectos de la áspera ambrosía que poco a poco empezaba a acumularse en mi corazón. Ya no importaba nada, porque yo era como ellos. En cierta manera, me había convertido en un héroe. Ya no había «posesividad» ni vergüenza, ni tampoco dedos que dejaban caer puñales o que no podían acariciar la mejilla de una madre. Todo eso había dejado de existir: sus jadeos de placer me lo confirmaban.
Pero aquello era solamente el reverso de la medalla. Algunos días despertaba sofocado en mi propia piel, insoportablemente sediento, y nada de lo que bebía me aliviaba. Al principio, creí que se trataba de una jugarreta de las nereidas, pero ellas no podían manipular las aguas dulces igual que mi madre no podía manipular las saladas. La influencia de las ninfas siempre tiene un límite: el límite que impone la propia naturaleza. Y así me sentía yo: encerrado en mi propio cuerpo, en mi propio deseo, en mi propia voluntad. Muchas horas me mantuve de pie en medio de la cubierta, a la vista de todos los argonautas, incapaz de atraer a ninguno, pero tampoco de moverme del sitio. «¡Oh, Afrodita!», suplicaba por las noches. «Ven aquí, ven a mí desde Creta a este templo sagrado, y vierte en doradas copas el néctar delicadamente mezclado…». Pero ya no hallaba ningún consuelo en los poemas de Safo, más bien todo lo contrario. Los manzanos se habían marchitado, los riachuelos se habían secado y la luz de la luna ya no acariciaba los pétalos temblorosos del rosal… Cómo sufría, dioses, cómo me repugnaba este cuerpo glotón que no gustaba a nadie, que recibía rechazo tras rechazo, que me embrutecía, que me denigraba, que me castigaba sin piedad, con estos tiernos miembros que aún bullendo estaban, humedecidos sobre las sábanas de mi lecho solitario… Porque, ¿qué era yo, sino ellos? ¿Qué era yo, sino un vago espíritu reflejado en sus ojos? ¿Qué era yo? ¿Qué era yo?, repetía angustiosamente ante los horizontes abiertos de aquel mar de pesadilla. «Han muerto en mí los suspiros de lo profundo». Solo entonces comprendí el verdadero significado de esas palabras.
Su presencia, por supuesto, me resultaba intolerable. Apenas era capaz de pronunciar su nombre sin echarme a llorar durante horas seguidas (lágrimas saladas, claro, lágrimas que pertenecían al mar). Cada día observaba a sus amantes subirse a las velas y pasearse por la cubierta, exhibiendo sus músculos untados de aceite, bromeando, entrenando, cazando en la tierra y en los mares. Estaba convencido de que Heracles les había explicado la misma historia sobre su profesor de lira. ¡Oh, qué especiales debían sentirse! ¡Qué sonrisas tan orgullosas! ¡Ellos, y solamente ellos, depositarios de la confianza del gran héroe! ¡De su intimidad! ¡De su melancolía!
Ya no podía soportarlo más. Por eso, cuando atracamos en las costas de Misia, y Jasón pidió voluntarios para internarse en los bosques a la búsqueda de agua, yo fui el único que levantó la mano.
***
Y ahora, por fin, el relato llega a la escena más célebre, al icono, al mito, a la imagen congelada en el tiempo a través de mosaicos, poemas y pinturas: mi rostro de perfil, oculto por las sombras de las hojas, reposado, atemporal, inclinándose lentamente sobre el manantial… Una imagen, empero, bella y misteriosa. Un tributo al arte. Un tributo al amor. No es un legado desdeñable.
En efecto, tal y como relatan los mitógrafos, yo cargué vacío el cántaro de bronce, y el bosque me recibió como si volviera al vientre materno. Otros argonautas habían desembarcado para cazar reses y ciervos, pero yo me alejé rápidamente de ellos. Sabía cómo encontrar agua potable: su arrullo era poderoso e inexorable, y fluía debajo de mí como una canción de cuna. Incluso los animales se apartaban de mi paso. Parecía, ciertamente, guiado por los astros luminosos. Pero no por Afrodita, desde luego. Ella y yo habíamos acabado para bien.
Al cabo de un rato, oí el borboteo del agua, y, tras apartar zarzas y arbustos, accedí a una umbría hondonada que se había formado junto a un lago. Ellas emergieron poco después, hermosas, translúcidas, con perlas y flores adornando sus cabellos. Me observaron con sonrisas invitantes y seductoras, pero, en cuanto se aproximaron a la orilla, algo se quebró en sus expresiones.
—Efebo —dijo la que más se había acercado a mí—. Efebo, sí. Pero efebo a medias —No había decepción en su voz, solo curiosidad—. ¿Vigor a medias?
—La marca de las aguas —apuntó otra ninfa—. Inconstante y flexible… Desvaída. Sin forma.
—Primas —contesté con lágrimas en los ojos. El sol iba ocultándose a mis espaldas—. Mi madre es la ninfa Menodike, de las fuentes de Castalia.
—La hija de Orión —explicó la primera ninfa a sus compañeras—. Un linaje débil.
—Sangre acuosa manchando la tierra —opinó la segunda apartándose el cabello mojado de los ojos—. Ni una cosa ni la otra.
—Primas —repetí. No me daba cuenta de que el agua ya me llegaba a las rodillas. Las hojas de los nenúfares me rozaban las pantorrillas—. Contaros quiero mi pena, amigas mías. Él…
—¡Él! —exclamaron las ninfas a coro, abriendo mucho los ojos—. «Él quería que lo hiciera».
—Lo… ¿Lo conocéis? —inquirí dubitativamente—. Mató a mi padre y me llevó consigo. Y ahora…
—Peligro, peligro, cuerpos, cuerpos —Las ninfas me cogían de los brazos y me arrastraban con ellas hacia el interior del lago—. La belleza es un don —susurraban en mi oído—. Pero no es suficiente. El deseo…
—A nosotras falta no nos hace —completé con voz queda, recordando las enseñanzas de mi madre—. A nosotras…
—Pero a ellos sí. Y a ti también. Y a nosotras…
—Nosotras…
—Suspiros ya no habrá.
—Nosotras…
—Dioses…
—Y no mató a su profesor de lira.
—Y tan pálida, Afrodita, tan pálida como la hierba muerta.
—Vi a las nereidas —El agua ya me llegaba a la barbilla, pero no pude evitar sonreír mientras lloraba—. Son tan feas…
—Horrendas.
—Como peces sin escamas.
—Tu sangre, prima: aclarada, límpida, transparente. Regueros rojizos que suben a la superficie. Los restos impuros.
—Peligro, peligro, cuerpos, cuerpos…
Y así me hundí suavemente en los puros manantiales de Misia. Mis miembros se disolvieron entre las ondas del lago, mis cabellos se entrelazaron con las raíces de los nenúfares, y yo aún veía el sol, amigas, el sol del ocaso, allí arriba, muriendo sobre las aguas, e incluso alcancé a oír los alaridos de Heracles, que me buscaba sin tregua por los bosques:
—¡Hilas! ¡Hilas!
Pero Hilas había desaparecido, y, en su lugar, ya solamente quedaba el deseo.
Entretanto Hilas con un cántaro de bronce lejos del grupo buscaba la sagrada corriente de un manantial. Justamente entonces se formaban los coros de ninfas [...] otra ninfa acababa de emerger sobre el agua. Contempló a éste de cerca, arrebolado de hermosura y dulces encantos, pues la luna llena con su luz lo alcanzaba desde el cielo. Cipris estremeció el corazón de ésta y en su turbación apenas pudo recobrar el ánimo. Tan pronto como él sumergió el cántaro en la corriente, inclinándose de costado, y el agua gorgoteó fuertemente al penetrar en el sonoro bronce, en seguida ella le echó el brazo izquierdo por encima del cuello deseando besar su tierna boca, tiró de su codo con la mano derecha y lo hundió en el medio del remolino.
El único de los compañeros que oyó su grito fue el Héroe […] Al escucharlo, por las sienes le fluía en abundancia el sudor, y en sus entrañas le hervía negra la sangre. Furioso arrojó a tierra el abeto y corría por el sendero hacia donde sus pies lo llevaban precipitado…
Apolonio de Rodas, Argonáuticas, I, 1209-1265.