Ayer por la tarde, mientras leía un libro para la tesis, me topé con estos versos de Peire Bremon Ricas Novas, un trovador medieval occitano:
Anc mais nuill temps, so cre, tant non nivet ni ploc,
Pois q’ieu fui entaulatz del joc d’amor no·m moc.
cuya traducción al castellano sería más o menos así:
Pues nunca, sin importar cuánto lloviera o nevara,
he desistido del juego de amor una vez que el tablero ha sido dispuesto.
La traducción requeriría de un par de notas a pie de página para aclarar el significado de algunos vocablos (el occitano medieval puede llegar a ser extremadamente sutil, y ese entaulatz con valor pasivo me llama la atención), pero me disculparéis si me abstengo de hacerlo. Estoy harto de las notas a pie de página.
Estos versos me hicieron levantar la vista del libro y mirar por la ventana. Luego cogí el móvil, abrí Tinder e Instagram y estuve un rato navegando entre mensajes ignorados, bromas falsamente cómplices, culpabilidades, arrepentimientos y lances eróticos de muy diversa condición que salpicaban las conversaciones aquí y allá. La guinda del pastel fue un pequeño texto de P. donde me decía que se había agobiado y que no quería seguir hablando conmigo. Todo ello dio pie a las consabidas y deprimentes reflexiones sobre mi vida amorosa, en cuyo tablero nunca he sido capaz de vencer, por un motivo u otro.
Pero, entonces, empezó a llover.
Fue un cambio instantáneo. Un momento antes, me hallaba sumido en una sofocante y deseosa tarde estival, cuyo aire inmóvil parecía haber adoptado la consistencia del pegamento. Al momento siguiente, la luz ya se había oscurecido, la brisa fresca ya había diluido el calor y la lluvia ya había empezado a caer apaciblemente sobre la calle. No hubo solución de continuidad, sólo dos instantes yuxtapuestos, dos fotogramas colocados sin transición.
Parpadeé varias veces mientras observaba las gotas de lluvia deslizándose por el cristal de mi ventana. ¿Está lloviendo?, exclamó mi hermana desde su habitación con un tono ligeramente confundido. ¿Qué…? ¡Sí, sí, está lloviendo! ¡Vaya!, respondió mi madre con la misma sorpresa, levantándose del sofá para otear entre las cortinas. Casualmente, era el día de Santo Tomás, el patrón de los incrédulos.
Por supuesto, el incidente meteorológico evaporó todo rastro de concentración en la tesis (lo cual no es difícil, especialmente en verano), así que me levanté de mi escritorio y salí al balcón a contemplar la lluvia. Mi madre se me unió poco después, y, luego, también mi hermana. Madre mía, cómo llueve, dije al cabo de unos segundos. Ya te digo, replicó mi hermana. Esto le irá bien a las plantas, apostilló mi madre con tono pensativo. Luego nos quedamos en silencio.
Era una lluvia de verano, cálida, suave y extrañamente ralentizada. Los gruesos goterones impactaban solemnemente en el toldo de la vecina, se deslizaban por las hojas de los árboles y enfangaban el césped de la piscina comunitaria. Al otro lado de la valla, en el parque, algunos transeúntes se habían refugiado bajo la marquesina del autobús, pero la mayoría había seguido caminando como si nada, y una chica, vestida con ropa de deporte, se había quedado completamente quieta bajo la lluvia. Mi hermana, que también la había visto, me la señaló con el dedo. ¿Qué hace?, me preguntó. Yo me encogí de hombros. No lo sé… A lo mejor ha perdido algo. Mi hermana asintió sin mucho interés y dirigió la mirada hacia el árbol más cercano, donde varias cotorras se revolvían con impaciencia. Mi madre, por algún motivo, sonrió.
De repente, me imaginé a tres cavernícolas contemplando la lluvia desde la entrada de su cueva, igual que nosotros, hace miles y miles de años. ¿A qué podrían haber atribuido ese inesperado regalo? ¿Al deseo de los dioses? ¿A algún espíritu que les era favorable? ¿O a la fuerza misma de la naturaleza, a sus opacidades y a sus vaivenes? Despegué los labios para compartir mis reflexiones con ellas, pero, finalmente, decidí no decir nada. Tal vez, nuestros antepasados ni siquiera se formulaban esas preguntas. Tal vez, se limitaban a mirar, a mirar y a mirar, y la caída de la lluvia ya calmaba sus remotos e innominados deseos. ¿Quién sabe? En todo caso, sé que ellos también percibían el secreto que palpitaba allí mismo, fuerte e invisible, oculto tras las gotas de agua y tras las palabras intranscendentes que ayer por la tarde nos dedicamos mi madre, mi hermana y yo.
Y así estuvimos un rato más en silencio. No obstante, tras volver a mi cuarto, abrí Instagram en el ordenador y comprobé que P. me había dejado en visto el último mensaje. Luego alcé la vista y vi que había dejado de llover.
Y entonces sufrí.
Anc mais nuill temps, so cre, tant non nivet ni ploc…
Él se lo pierde, Abel! 😤 Mucho ánimo ❤️🩹❤️🩹
Lamento que P. te haya dejado, pero aprecio el estado de ánimo de tu reflexión. Tu obra es exquisita.