En mi mente, el Cielo es en realidad una playa de Cádiz al atardecer. En la arena, los gaditanos celebran una verbena: hablan en voz muy alta, ríen, cocinan pescaíto frito y bailan al son una guitarra española. Todo el mundo está invitado y todo el mundo es bien recibido. Al principio, ella baja los escalones que conducen a la playa con actitud curiosa, atraída por la música y por el olor que desprenden los boquerones friéndose a la luz del ocaso. De inmediato, sus padres se apartan de la multitud y se acercan a ella con sonrisas afectuosas y ojos brillantes. Tras darle un fuerte abrazo, comentan admirados lo guapa que está, le sacuden el polvo de la ropa y le calzan los pies con unas cómodas sandalias de goma. Su madre, que ahora es mucho más joven que en sus recuerdos, le enjuaga las lágrimas con un pañuelo de puntillas, y su padre, siempre tan alto y serio, suelta, no obstante, una escandalosa risotada, la llama Carmencita y la coge en volandas, como cuando era pequeña. Acto seguido, sus hermanas la rodean armando mucho revuelo, discutiendo y parloteando entre ellas como cuando eran jóvenes y solteras y todas vivían en la misma casa. Su hermana Ángela, esbozando una sonrisa pícara, le recuerda aquella vez que fueron a la pradera de San Isidro y su pretendiente las siguió por la fiesta; su hermana Paca, que está tan arreglada como siempre, le pide consejos para coser un tapete especialmente intrincado; su hermana Manuela, en cambio, no dice nada, sólo sonríe, feliz de que estén las cuatro juntas otra vez. Al llegar a la verbena, mi abuelo se desliza impacientemente entre los bailarines, se acerca a ella y ambos se funden en un abrazo larguísimo, el más largo de todos. Después se miran a los ojos y se quedan callados varios segundos. No hace falta decir nada más.
La verbena, empero, está llena de gente. Están sus primas de Rota, sus amigas de Madrid, sus vecinas de San Ildefonso. Está el niño que perdió en su vientre hace tantos años, que se abraza a sus rodillas y le pide que lo coja en brazos para poder darle un beso. Está la primera mujer de mi abuelo, que también es mi abuela. Lleva de la mano a sus dos niñas y le agradece haber cuidado del resto de sus hijos con tanto amor cuando ella ya no pudo hacerlo. Está incluso el novio militar que venía desde Tetuán para verla, con una rosa en los labios y una sonrisa de disculpa. Están todos. No falta nadie. Ella, además, es joven y alegre, y, aunque siempre fue de carácter más bien tímido, ahora no duda en dar palmas al ritmo de la música y en bailar con mi abuelo hasta que le duelen los pies y siente calor, ese amable calor del Mediterráneo que se disipa con una simple sacudida del abanico. En ese momento, cuando se detienen y mi abuelo va a la barra a por bebidas, ella siente el impulso de rezar para dar las gracias, pero cae en la cuenta de que ya no le hace falta: todo era verdad, todo está bien y todo estará bien. Un día, dentro de muchos años, también nosotros nos reuniremos con ella y bailaremos y cantaremos y recordaremos el pasado y brindaremos por todo el amor que nos dimos. Después de todo, un acto de amor es siempre un acto eterno. Hace poco, precisamente, leí que el duelo es el amor que se niega a desaparecer. Un amor que es más fuerte que la desgracia y el olvido, un amor que permanece, un amor que se da a sí mismo sin esperar nunca nada a cambio. Esa es la clase de amor que me enseñó mi abuela. Y esa es la clase de amor que espero poder legar algún día.
Muchas gracias, abuela. Te quiero.
Guárdame un pescaíto frito.
Estoy ahora mismo llorando con este texto en la oficina, es tan bonito💔
Qué bonito, Abel. Tus palabras me han emocionado y me han llegado hasta el corazón. Estoy segura de que a ella también le han llegado. ❤️🩹