Estimado Putrefilio:
De todas las virtudes que el hombre nos ha atribuido a lo largo de los siglos, coincidirás conmigo en que la más valiosa para nuestra raza siempre ha sido la curiosidad. La curiosidad, empero, anida en la profunda insatisfacción de nuestro espíritu, en esa sutil voracidad que nos empuja a la búsqueda constante de nuevos placeres, nuevos retos y nuevos padecimientos. Ciertamente, la curiosidad es una característica innata de nuestra naturaleza demoníaca, pues enmascara, a veces torpemente, esa deliciosa carrera por huir hacia delante, por olvidar, por acallar, por vivir en un «ahora» eterno que nos permita, paradójicamente, desembarazarnos de la eternidad misma de nuestra existencia, que es (como ya habrás advertido) uno de los más despiadados castigos que el Enemigo nos impuso tras nuestra derrota. Por el contrario, otros seres más bienaventurados afirman haber alcanzado un estado envidiable de completitud y saciedad, pero ello, por atractivo que pueda resultarte, presenta también inconvenientes llamativos. Ten en cuenta, mi estimado Putrefilio, que estos seres aparentemente «angélicos» ya se bastan a sí mismos y no necesitan nada del mundo, lo que radica en una tendencia natural hacia la inmovilidad, o, más bien, hacia la contemplación de su propia perfección. No obstante, este estado espiritual, en el fondo (por mucho que quieran negarlo) puede derivar fácilmente en aburrimiento y en estancamiento. Miento, miento, miento… Nosotros, en cambio, poseemos el espíritu y la inclinación adecuados para encarnar lo que el hombre, creo que acertadamente, ha optado por llamar «vitalidad».
Debido a ello, mi querido Putrefilio, no debes avergonzarte en absoluto por plantearme en tus cartas cuestiones que surjan directamente de tu curiosidad. Es cierto que, encauzada de forma errónea, la curiosidad puede manifestar cierta disposición vagamente benevolente hacia el mundo, o incluso puede conducir a ese estado de ánimo tan confuso para nosotros que en esferas superiores recibe el nombre de joie de vivre. En ese sentido, me gustaría tranquilizarte, Putrefilio, porque no me parece que tus afectos se inclinen por esa clase de tonterías. De hecho, es muy normal que demonios jóvenes como tú reflexionen sobre posibilidades en apariencia disparatadas y se pregunten cuestiones sobre los más variados temas, en tu caso, sobre si es posible para nosotros mantener relaciones sexuales con un ángel. He de confesarte que en un primer momento me preocupé un poco, pero, más tarde, no pude evitar echarme a reír. ¡Qué confabulación tan divertida! ¡Qué insolencia tan irreverente! De hecho, según mis investigaciones, ni siquiera has sido el primero en planteárselo en nuestros círculos, pero todavía no he tenido noticia de alguien que haya completado con éxito semejante tarea. Ello no debe incurrir en tu desánimo, Putrefilio, sino que debe estimular tu orgullo, pues ya sabrás que, para nosotros, los terrenos inexplorados son siempre la verdadera vocación.
La semana pasada planteé tu consulta a nuestros compañeros Putóstenes y Mierdóforo, a quienes encontré merodeando por el tejado de Razzmatazz. Ambos estaban ocupados inflamando infructuosamente la lujuria de un joven de dieciocho años que parecía a punto de cometer su primera infidelidad. No obstante, abandonaron de inmediato su rutinario propósito para dilucidar conmigo tan jugosa cuestión. Putóstenes (que, como ya sabrás, es famoso entre nuestros círculos por haber influido en la firma de los Acuerdos de Oslo) nos aseguró que la naturaleza angélica carece por defecto de deseo sexual, ya que estos seres, al constituirse como emanaciones directas del Enemigo, no pueden reproducirse por voluntad propia (afortunadamente para nosotros). A ello se opuso Mierdóforo con bastante vehemencia, alegando que la ausencia de una funcionalidad biológica no anula, ni por asomo, su correspondiente impulso físico. Mierdóforo es una voz autorizada en esta materia, pues su especialidad siempre han sido las mujeres casadas de mediana edad (a él se le atribuyen, sin ir más lejos, los célebres excesos de la reina María Antonieta). En este sentido, nuestro compañero señaló sagazmente que los ángeles son seres corpóreos; de lo contrario, ¿cómo iban a poder manifestarse en el mundo físico? ¡Si incluso el Enemigo tuvo que hacerse carne para experimentarlo de primera mano!
Su comentario me dejó pensativo por unos instantes. Es cierto que nuestra raza nunca ha podido penetrar en los misterios de la vida angélica. Nos enfrentamos a los ángeles diariamente en el seno del alma humana, pero, en realidad, apenas captamos de ellos algún susurro dulce y, ocasionalmente, algún destello dorado o alguna desvaída brisa de aire fresco. De modo que, Putrefilio, antes de plantearte si puedes seducir a un ángel, deberías preguntarte si puedes ver a alguno de ellos.
También el hombre, como ya sabes, ha intentado representar visualmente a la res angelica. En la iconografía católica (con la que ya deberías estar sobradamente familiarizado), los ángeles suelen adoptar la imagen de tenues y lánguidos jovencillos que revolotean por las nubes y cantan antífonas. Su apariencia es perturbadoramente sensual, casi andrógina, hecho que siempre me ha causado un profundo malestar. ¡Cómo me repugnan las identidades fluidas, incluso las irreales! El pensamiento demoníaco se encauza con mucha más facilidad mediante categorías cerradas y dogmas firmemente establecidos. Siembra de dudas la mente de un hombre y lo conducirás a la Verdad, proporciónale certezas y lo atraerás inevitablemente hacia la casa de nuestro Padre. Recuerda siempre esto, Putrefilio. En la Escritura, en cualquier caso, abundan visiones de profetas dementes que alucinan monstruos con doce alas, veinte pares de ojos y extraños círculos de fuego que dan vueltas alrededor de figuras incandescentes. Creo que podemos rechazar con seguridad todas esas imágenes, pues reflejan los patéticos frenesíes de la raza humana y no la naturaleza verdadera del Enemigo y de sus secuaces.
Tras verbalizar mis dudas en voz alta, Mierdóforo y Putóstenes coincidieron conmigo en el siguiente hecho: inevitablemente, el debate sobre la sexualidad de los ángeles pasa por examinar su constitución física, algo que, debido a nuestra propia naturaleza caída, no nos es dable comprender. Negada, pues, la posibilidad de la experimentación directa, hubimos de resignarnos a los insuficientes consuelos de la teoría, que ofrece, sin embargo, un gran aliciente para nuestra raza (recuerda que el racionalismo es el responsable de algunas de las mentes más brillantemente perversas del siglo). Bajo este nuevo prisma, Mierdóforo halló el axioma que, desde mi punto de vista, permite resolver satisfactoriamente el problema: los ángeles son perfectos, sí, pero no son perfectamente perfectos; de lo contrario, serían iguales al Altísimo. Eso implica que, si bien no desean nada, no son del todo inmunes a la curiosidad.
Casi puedo ver cómo alzas tus vaporosas cejas ante estas últimas palabras. ¡Efectivamente, Putrefilio, termino mi carta negando la proposición que la encabeza! ¡Qué retorcido malabarismo retórico! ¿Un ángel, curioso? ¿Es posible? ¿No constituye eso un fragrante oxímoron? Ah, pero no desfallezcas, caro sobrino mío, pues nuestra raza está acostumbrada a operar en los márgenes de la lógica, en las opacidades más confusas de la contradicción, en los violentos intersticios de la paradoja, la ironía y la doblez. Allí radica, de hecho, uno de los placeres más deliciosos de nuestro oficio. De modo que interioriza bien mis palabras. Te lo repito de nuevo: los ángeles son perfectos, pero no perfectamente perfectos. Eso significa que su propia perfección no los hace felices. Que, tal vez, los aletarga. ¡Y qué mejor puerta de entrada para el pecado que la insatisfacción, especialmente si es una insatisfacción no del todo consciente! Reconozco que la corrupción de un alma humana no carece de incentivos, pero, ¿corromper un ángel? ¡Mis cuernos se retuercen de placer con solo pensarlo!
Medita profundamente acerca de todo lo que te he explicado. Después de todo, el aburrimiento siempre ha sido una de nuestras mejores armas. Y, en todo caso, recuerda que los demonios ya no tenemos nada que perder. Nos queda, en cambio, un mundo entero todavía por ganar.
Dale recuerdos a tu padre Follósceles y a tu madre, la incomparable Pedórrula.
Con cariño,
Tu tío Orugario
Este texto es un pequeño homenaje a ‘The Screwtape Letters’ de C. S. Lewis, un epistolario ficticio donde un demonio instruye a su sobrino sobre la tentación y la corrupción de las almas humanas. Se trata de una sátira apologista que expone, bajo una perspectiva invertida, la doctrina moral del cristianismo. Mi carta, no obstante, va por otros derroteros… los que mis propios demonios me suscitan.
Me ha encantado! 😂